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Por esto protesta Capriles

Eduardo Galeano

detras de la Noticia: Los principales acontecimientos del 2011

martes, 20 de septiembre de 2011

  • León Tolstói: Un genio del realismo


    “Escribir para el pueblo es escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla... Es llamarse Cervantes en España; Shakespeare en Inglaterra; Tolstói en Rusia...”

    Antonio Machado



    El conde León Nikoláevich Tolstói, nace el 28 de agosto de 1928 en Yásnaia Poliana, una hermosa aldea de la provincia de Tula, a doscientos kilómetros de Moscú, bajo el reinado de Nicolás I, donde las jerarquías (oficial-soldado, señor-siervo) permanecían inmutables desde la época de Catalina II.
    D
    e familia aristocrática, dueña de una considerable fortuna, su infancia, sin embargo, se ve truncada por la prematura muerte de su madre, cuando contaba apenas dos años de edad, y más tarde, la de su padre, a los diez. La tutela de los huérfanos fue confiada a las hermanas del difunto conde.

    Durante sus primeros años en la finca de Yásnaia Poliana, Tolstói desarrolla, de forma imperceptible, un amor “casi físico” por la naturaleza y los mujíks (campesinos) –sus miserables vidas, sus hábitos, canciones, lenguaje-, amor que conservó durante toda su vida como su característica más acusada. En 1844 ingresa en la Universidad de Kazán, decepcionándose muy pronto de los estudios y dedicándose de lleno a la lectura –Pushkin, Lérmontov, Stendhal,
    y, sobre todo, Rousseau, además del Evangelio-. Fue una persona muy religiosa, casi místico, preconizando un tipo de anarquismo cristiano.

    Hereda la finca donde nace y a los diecinueve años es dueño de 330 campesinos y 1.500 Ha de tierra. Decide mejorar la vida del campesinado, darle educación, pero pronto se encuentra con la barrera de la indiferencia y la desconfianza de éstos. Todos sus esfuerzos son vanos, sintiéndose desmoralizado, vencido, reflejándolo en el relato titulado “La mañana de un terrateniente” (1852).
    Decepcionado de sus planes, retoma con ahínco sus estudios y decide cambiar radicalmente de vida, alistándose en el ejército como cadete de artillería, desarrollando una intensa actividad literaria. En 1856, Tolstói abandona el ejército, trasladándose a vivir a Petesburgo, dedicándose exclusivamente a escribir, interpretando como ningún otro autor ruso los acontecimiento
    s de la época que le toca vivir.
    Viaja por toda Europa, y a pesar que con su certera mirada crítica hace notar que
    las libertades democráticas-burguesas imperantes son hipócritas y sofisticadas, reconoce que mucho peor es la situación de su amada Rusia y la de su campesinado, que se le antoja abominable. Decide pues, volcarse de nuevo en la educación de éstos, ejerciendo él mismo de maestro e introduciendo el sistema de “educación libre”, tratando de despertar la curiosidad y la espontaneidad del niño.
    El nuevo zar, Alejandro II, cediendo a las presiones de la opinión pública, decide liberar a millones de campesinos, pero éstos deben pagar por esta liberación indemnizaciones a sus amos. Tolstói se siente decepcionado, ya que vive como suya la opresión de ésta gran mayoría de compatriotas.

    A principios de la década de 1860 contrae matrimonio con Sofía Andriéevna Bers, hija de un destacado médico moscovita, convirtiéndose en un gran apoyo para el autor. Por esa misma época publica “Los cosacos”, donde comienza a perfilarse la transformación que se operaría en él a lo largo de su vida.

    Entre 1864 y 1869, crea la gran epopeya “Guerra y Paz”, crónica detallada de los acontecimientos que rodearon la invasión napoleónica de 1812, periodo de grandes turbulencias en la historia de R
    usia, que marcaría, también, el destino de Europa, y que él mismo no duda en comparar sin falsa modestia con “La Iliada”. Continua su preocupación por la educación de lo que, él piensa, constituye el mayor tesoro de Rusia: la infancia. Publica un abecedario con el que espera que estudien varias generaciones de niños de todas las clases sociales, a la vez que escribe multitud de relatos infantiles destinados a este mismo fin.

    En 1877 sale a luz la que sería su obra más artísticamente hermosa: “Anna Karénina”. La novela es un reto a la falsedad, a la caridad de salón y a las leyes inexorables de la sociedad para castigar el pecado. Tolstói ahonda como nadie en el alma humana, creando personajes al límite del amor, del odio, del sufrimiento. En esta obra desarrolla magistralmente lo que se ha dado en llamar “naturalismo”, un estilo literario en el que proclama, con un intenso lirismo, su amor a la naturaleza.
    A partir de esta época sufre una profunda crisis moral: reniega del estado, de la iglesia, de la propie
    dad y del modo de vida de las clases privilegiadas, a las que él mismo pertenece. En 1881 se traslada a Moscú con su familia (tuvo un total de trece hijos), tratando de llevar una vida lo más austera posible, cercana al misticismo, acorde con su sensibilidad para con los más pobres, cuya situación le horroriza cada día más. En “¿Qué debemos hacer?” (1884-1886), Tolstói arremete implacablemente contra el estado, al que califica de “asesino”, y contra la iglesia, a la que denomina como “asociada”.
    La síntesis de toda esta evolución personal la encontramos en “Resurrección”, publicada en 1899, magnífica obra donde el protagonista, Dmitri Nejliúdov, se nos muestra claramente como su alter ego. Es admirable la capacidad de observación que revela esta obra, en la que su realismo psicológico alcanza la máxima expresión. El autor nos hace espectadores de cómo, la visión fugaz de un mundo paralelo al que el protagonista había desdeñado asomarse -la penosa situación social del campesinado ruso-, da un giro radical al rumbo de su vida.En febrero de 1901, a instancia de las autoridades eclesiásticas, el místico Tolstói es excomulgado por la iglesia rusa, acusado de heterodoxo.

    En la última parte de su vida siente repugnancia por seguir viviendo en el lujo y la abundancia, y no haber sido consecuente con su pensamiento; en su mente va tomando cuerpo la idea de abandonarlo todo para ir a vivir al campo en la más completa austeridad. Cede todos sus bienes a su esposa e hijos y a la edad de 82 años marcha, por última vez y para siempre, a la finca que lo vio nacer. Fallece el 7 de noviembre de 1910 en la estación de Astápovo, camino de la misma, aquejado de fiebre, producto de una pulmonía, a las 6.05 de la mañana; desde entonces, el reloj de dicha estación marca invariablemente esa hora. Los restos del genial escritor yacen en Yasnáia Poliana, en una modesta tumba, a solas con la naturaleza rusa que tanto amó y que supo describir con arte incomparable.

    Autora: Carmela


  • En defensa de los servicios públicos: Movilización para el 18 de septiembre

    Nuevas movilizaciones del 15-M, para el próximo domingo, día 18 de septiembre, en defensa de unos servicios públicos que garanticen, de una manera generalizada, la atención sanitaria, educativa, procesal, etc., de todos los ciudadanos del país por igual. Son muchos los interesados en acabar con este sistema público que poseemos, con el objetivode de hacer más rentable sus negocios privados.
    De nosotros depende que sea un fracaso su empeño. La lucha pacífica continuada en la calle, en internet, o cualquier foro de debate que se presente -desenmascarando el proyecto que pretenden-, es el único arma eficaz con el que contamos para salvarla.
    Defendámolas rabiosamente, igual que hace una madre con su retoño.

    Extracto del comunicado del 15-M

    "Los servicios públicos de los países occidentales están en el punto de mira de los mercados, su objetivo: privatizar las partes rentables y transformar el resto en sistemas de beneficencia. Este proceso de deterioro y privatización no tiene colores políticos, está siendo realizado por y/o con la complacencia de todo tipo de partidos, y con el apoyo de organizaciones y sindicatos subvencionados"


    Vídeo de Democracia Real Ya, por la defensa de la sanidad pública



  • Conviviendo con un joven de los años setenta

    Creía que había muerto, pero sólo estaba dormido, ese joven de los años setenta que un día fui. A veces, se remueve mi interior, estremeciéndome, desagradablemente, cuando contemplo en la actualidad las mismas injusticias que un día justificaron mi movilización.
    De pronto, sin esperarlo, un pequeño detalle me retrotrae al pasado aún no muy lejano, a los años setenta, aquel tiempo donde intentamos cambiarlo todo, dar la vuelta al calcetín, desmontar lo viejo, pintar las calles con nuevos colores y escribir en las paredes los más terribles y tiernos versos.
    Pretendimos hacer tantas revoluciones que, al final, no conseguimos ni siquiera una, la más asequible, la menos divergente, la más necesaria: la de la ruptura democrática con el pasado.
    Nos utilizaron como sólo los políticos saben manipular a la masa: de manera cruel y sin escrúpulos, entendiendo que éramos el instrumento animal que desmontaría el pasado y les llevaría al gobierno.
    Eran tiempos de luchas, de temores, de fantasmas con sombreros por las esquinas, de prisiones, de reposos sobresaltados, de gargantas resecas.
    Poco tiempo nos quedaba para el estudio, las aficiones, los amores, la familia, ni siquiera el justo como para compartir los sueños.
    Todo iba deprisa: a diez, a cien, a mil por horas, la tirada de panfletos, las pintadas, hasta en las huidas, delante de los “grises”, se batían auténticos record mundiales del olimpismo.
    Lo cierto es que a los días le faltaban minutos, a las noches almohadas y a nuestros enflaquecidos cuerpos, descanso.
    No se podía perder el tiempo: la revolución estaba por hacer y se trataba del futuro prometedor que mañana heredarían nuestros hijos.
    Así pues, enfundados en nuestros vaqueros, camisas de franela a cuadros, medio desabrochadas, por fuera, botitas de piel vuelta por los tobillos, melenas por los hombros y emboscados en unas luengas barbas, nos lanzamos a conquistar el mundo, a sembrar la paz por todos los rincones de la tierra... hasta que llegaron las primeras elecciones, las segundas, las terceras, y vimos que aquí, en España, poco o nada había cambiado.
    Estamos en el 2011. Padecemos una crisis económica –de la otra, mejor ni hablar-, el dios religioso que intentamos matar se ha transfigurado en uno mercantil, la cultura es una utopía, igual que el hombre libre e independiente, que ha dejado de ser un alucinante proyecto para convertirse en un desagradable resultado.
    El paso de los años ha blanqueado el pelo, ha encallecido el cuerpo, nos ha hecho más incrédulos, más reflexivos, más pausados, menos entusiastas, por eso, nuestro entretenimiento favorito es, dedicarnos a ver puestas de sol, por lo que pueda pasar, por si el futuro nos alcanza de una maldita vez por poniente.
    A pesar de todo, no han logrado cortarnos las alas, por eso, muchos de aquellos rebeldes de los setenta, confían –con la paciencia que adquieren los que algo importante esperan-, que la paloma de la ilusión se pose, al fin, entre nosotros.

    Pero bueno, ¿Y cual es el detalle que ha producido esta sarta de recuerdos? ¡Perdón! Con tanta historia se me olvidaba.
    El detalle, el chispazo ha sido, escuchar y ver un vídeo compuesto y realizado por un amigo de toda la vida, Paco Mejías, un cantautor sevillano –uno de los muchos que proliferaban por esa época que he rememorado-, que paseó sus canciones –y su grupo- por todos los rincones de la ciudad: allí donde hubiera un club cultural de barrio, se encontraba él. Con sus canciones, su poesía, ayudaba a que ciento de personas descubrieran que, tras las palabras cantadas, además de un mundo de belleza, existía también, un mundo de rebeldía, un inmenso mundo de solidaridades y compañías.
    Creció haciendo música y en la actualidad sigue haciéndola. Nada le detiene. Son de los muchos que se quedaron por el camino, que no tuvieron suerte, o tal vez no la buscaron. Paco sigue componiendo, él disfruta, a pesar del anonimato de sus resultados. De vez en cuando sube algún que otro video a You Tube, por eso del morbo juvenil: You Tube debe recordarle los viejos garitos de los años setenta. La canción que presento, "El puente", pertenece a aquella época dorada. Ha pasado bastante tiempo desde entonces, pero lo que es innegable es que se trata de una excelente composición, buena música y una maravillosa letra que pertenece a un desconocido -en aquellos años- y gran poeta ruso: Evgueni Evtushenko.
    He de agradecer a mi querido amigo, que haya hecho posible que retrocediera en el tiempo, sin necesidad de pagar peaje.
    Que ustedes lo disfruten.





  • Sopa de tomates: La exquisitez de un plato humilde


    Esta comida de hoy es otro de los platos denominados “humildes”, con los que las “mágicas” madres del franquismo satisfacían, por un día, los estómagos hambrientos de su prole. Como los anteriores publicados, su elemento principal sigue siendo el pan que, a los menos, se les quedaba duro, aunque, a diferencia de la Sopa de ajos, ésta va enriquecida con los sabrosos frutos del huerto.
    Curiosamente, es un plato que no tiene tantos detractores como el anterior, y en la actualidad ha tomado una predominante relevancia culinaria, ya que forma parte del menú de muchas casas, además, algunos restaurantes –en especial, vegetarianos- los ofrecen en sus seleccionadas cartas.
    Hemos de reconocer que esta sopa –si está bien cocinada- es un plato exquisito, con una textura y un sabor desconcertante, ya que quien desconozca su preparación y el contenido de la misma – pan, un puñado de tomate, más un poco de cebolla, pimiento y ajo- no puede imaginar que, de algo tan simple y sencillo, surja una comida tan apetecible.







    Ingredientes:
    · Pan de pueblo o de bollo (Con un bollo tendremos para tres o cuatro raciones) que trocearemos y pondremos a remojar.
    · Un kilogramo de tomates rojos y maduros pelados y triturados (o en su defecto, una lata de 850 gramos).
    · Media cebolla partida en trozos muy pequeños.
    · Un pimiento verde troceado.
    · Dos o tres dientes de ajos, muy picados.
    · Cuatro cucharadas soperas de aceite de oliva.
    · Sal (al gusto).
    · Una cucharadita (de las de café) de azúcar.
    · Dos o tres ramitas de Hierba buena (al gusto).

    Preparación:
    · En una olla –de las que no se peguan los guisos- se pone el aceite a fuego mediano.
    · Cuando esté caliente, echaremos la cebolla, el pimiento y un poco más tarde, el ajo, con los que haremos un sofrito.
    · Una vez listo, añadiremos los tomates, el azúcar, la sal, y después de remover todo un poco, pondremos el pan con el agua donde lo teníamos en remojo.
    · Removemos para que todos los productos se mezclen y lo dejamos hervir a fuego lento.
    · Cuando hayan pasado diez minutos desde que echamos todos los ingredientes en la olla, añadiremos la Hierba buena.
    · Debemos tener la precaución de remover de vez en cuando; esta operación es de vital importancia para que la sopa no se pegue al fondo de la olla.
    · Quince o veinte minutos después de haber empezado a hervir, rectificamos de sal y apagamos el fuego (si es vitrocerámica, hay que retirarla) y lista la sopa.

    Este plato se sirve caliente.
    Que ustedes lo disfruten.



  • Marciano Durán: "Desechando lo desechable"



    Marciano Durán es un periodista y escitor uruguayo que tiene el "honor" de contar entres sus textos escritos, con los tres "que más éxito le han reportado " al también, periodista y escritor, Eduardo Galeano. Injustamente, algunos de sus textos circulan en la red adjudicados a éste último, en concreto, el que hoy publico, "Desechando lo desechable", que con el curioso título de "Me caí del mundo y no sé por donde se entra", lo encontramos en cientos de páginas de Internet.
    Justo es que reivindiquemos el texto con su verdadero nombre y con la firma del verdadero autor.

    "Desechando lo desechable"

    "Seguro que el destino se ha confabulado para complicarme la vida.

    No consigo acomodar el cuerpo a los nuevos tiempos.

    O por decirlo mejor: no consigo acomodar el cuerpo al “use y tire” ni al “compre
    y compre” ni al “desechable”.
    Ya sé, tendría que ir a terapia o pedirle a algún siquiatra que me medicara.

    Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.
    No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los gurises.

    Los colgábamos en la cuerda junto a los chiripás; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.

    Y ellos… nuestros nenes… apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales).

    ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Sí, ya sé… a nuestra generación siempre le costó tirar.
    ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables!
    Y así anduvimos por las calles uruguayas guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores.
    Y nuestras hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar mes a mes su fertilidad.

    ¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor.

    Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.
    ¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez! ¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plast de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de alpaca en el cajón de los cubiertos!
    Es que vengo de un tiempo en que las cosas se compraban para toda la vida.

    ¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después!

    La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas y escupideras de loza.

    Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces.
    ¡Nos están jodiendo!
    ¡¡Yo los descubrí… lo hacen adrede!!
    Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo.

    Nada se repara.

    ¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike? ¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommier casa por casa?
    ¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?

    ¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?
    Todo se tira, todo se deshecha y mientras tanto producimos más y más basura. El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.
    El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!

    ¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de 50 años!
    Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII)

    No existía el plástico ni el nylon.

    La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en San Juan.

    Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban.
    De por ahí vengo yo. Y no es que haya sido mejor.
    Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el “guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo” pasarse al “compre y tire que ya se viene el modelo nuevo”.

    Mi cabeza no resiste tanto.

    Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real.
    Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya sí era un nombre como para cambiarlo)
    Me educaron para guardar todo.

    ¡Toooodo!
    Lo que servía y lo que no.
    Porque algún día las cosas podían volver a servir.
    Le dábamos crédito a todo.
    Sí… ya sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no.

    Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas de jardinera… y no sé cómo no guardamos la primera caquita.

    ¡¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo?!
    ¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con que se consiguieron?

    En casa teníamos un mueble con cuatro cajones.
    El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto.
    Y guardábamos.

    ¡¡Cómo guardábamos!!
    ¡¡Tooooodo lo guardábamos!!

    ¡Guardábamos las chapitas de los refrescos! ¡¿Cómo para qué?!
    Hacíamos limpia calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares.

    Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela.
    ¡Tooodo guardábamos!
    Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que nunca usaríamos.
    Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón.

    Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar.
    Cañitos de plástico sin la tinta, cañitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón.
    Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraran al terminar su ciclo, los uruguayos inventábamos la recarga de los encendedores descartables.
    Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de paté o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave.

    ¡Y las pilas!
    Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa.
    Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más.

    No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.

    Las cosas no eran desechables… eran guardables.
    ¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al cuadril!

    Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque del Banco de Seguros para hacer cuadros, y los cuentagotas de los remedios por si algún remedio no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos.

    Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posamates, y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de cartas se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía “éste es un 4 de bastos”.
    Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo. Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden “matarlos” apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada… ni a Walt Disney.
    Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron “Tómese el helado y después tire la copita”, nosotros dijimos que sí, pero… ¡minga que la íbamos a tirar!
    Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos.
    Las primeras botellas de plástico -las de suero y las de Agua Jane- se transformaron en adornos de dudosa belleza.

    Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.
    Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. No lo voy a hacer.
    Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable.

    Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas.
    Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectivaque se va tirando, del pasado efímero.
    No lo voy a hacer.
    No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne.
    No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.

    Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares.
    De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva.

    Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo que la bruja me gane de mano … y sea yo el entregado.
    Y yo…no me entrego.
    "

    Fuente El mercurio digital es

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El poder Popular y el Imperialismo